Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra
que yo te escribiré.
El 28 de marzo de 1942, de madrugada, murieron a Miguel Hernández en el reformatorio de adultos de Alicante, lo que ahora es el Palacio de Justicia. Precisamente lo que le faltó al poeta. Para más inri Sábado de Pasión, lo que no hizo que tuvieran mayor caridad cristiana con él.
Tras pasar por varios presidios, en los tres últimos recibió una banderilla de muerte en cada uno:
- En Palencia una neumonía
- En Ocaña bronquitis
- En Alicante, la última, tifus y tuberculosis.
Nadie le dio tratamiento, y el que podía habérselo conseguido, enviándolo al hospital de tuberculosos de Valencia como le pidió el propio poeta, se negó. Incluso le intentó hacer un chantaje al que Miguel no accedió: redactar un documento prohibiendo la publicación en España e Hispanoamérica de su obra Viento del pueblo. Este personaje fue el jesuita Luis Almarcha, Vicario General de Orihuela, que conocía a Miguel desde niño, y que ha quedado señalado como el que mató a Miguel Hernández. Porque dejarle morir, en este caso, fue una forma de matarle.
Además, este era el segundo chantaje del cura jesuita en menos de un mes, ya que, a primeros de marzo, obligó a Miguel y a su esposa Josefina a casarse por la iglesia, aunque llevaban ya casados 5 años, pero por lo civil, claro. El vicario le dijo a Miguel que, si no hacía un matrimonio religioso, los derechos de sus obras, lo único que podía dejarles a su mujer y su hijo, se perderían. La pareja tragó con el chantaje y la boda se celebró prácticamente en «artículo mortis«, en la enfermería de la prisión y con un Miguel que ya solo era piel y huesos.
En el nicho 1009 del cementerio de Alicante entró Miguel Hernández con los ojos abiertos: nadie se los pudo cerrar.
Era Domingo de Ramos. Empezaba en España la Semana Santa.
El artículo es la transcripción apróximada de la sección de hoy de Acontece que no es poco de Nieves Concostrina en La Ventana de la Cadena Ser